Sin palabras (2)

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Estaba a punto de ir a comer algo y ver una película y no postear nada mas hasta mañana, pero este texto me dejó sin palabras y con sentimiento extraño en el pecho...

El 17 de noviembre de 1996 besé por vez primera a Alejandra. Horas ante
comiamos y reiamos bajo lluvia cerca de la preparatoria donde nos conocimos. La
besé en mi casa, donde fuimos a secar nuestros tenis y esperar la llamada de su
novio.

Ella fue la segunda mujer de quien me enamoré. Era relativamente bella, de
ojos sonrientes y cabellos negros, lacios que se pegaban al rostro mientras
intentaba secarlos con mi toalla. Entre los libreros de mi mamá comencé a
leerle: Cuando un hombre duerme tiene en torno a él, como un aro, el hilo de las
horas, el orden de los años y de los mundos. Marcel Proust le pareció ridículo y
sonrió, y enseguida nos besamos. Ahí tuvimos sexo.

Al día siguiente, ocho días antes de cumplir 17 años ella desmintió a Proust. El hombre pretende recuperar el mundo cuando despierta, y no era cierto; el francesito era un fraude: Al despertarse , los consulta instintivamente (los mundos) y, en un segundo, lee el lugar de la Tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar, pero estas ordenaciones puden confundirse y quebrarse.

Cuando ella me dijo que todo había sido un error, y que no podía de ninguna manera amarme, desperté del día anterior como burla, sin lograr averiguar donde había despertado. Volvía de un sueño, a la realidad, para perder el control de mi, en ella.

Hace poco me avisaron que Alejandra había fallecido de algún cancer
inenarrable. Poco importa. Hace años llegué a verla, en tres ocasiones, y supe
que estuvo casada y que vivió en San Bernandino. Me despedí de su amiga y le di
las gracias por avisarme. Ni modo, le dije. Entré al estudio de mi madre y los
libreros permanecian inmovibles, con los siete tomos de Proust, En busca del
tiempo perdido, donde mismo. Me senté donde pude y contemplé el suelo donde le
hice el amor, en lo frio que fue, en lo macizo del cemento y en su chamarra
negra y mojada abajo de su cabeza, como almohada ridícula.

El mismo día que me avisaron de su muerte, me cité con otra mujer, de quien también estoy enamorado. Procuré no contarle nada, disfrutarla entre sonrisas rutinarias y concesiones verborreicas. Igual que Alejandra hace diez años, también la besé por primera vez. No hay homenaje de por medio, ni siquiera casualidad. Sin embargo supe queel tiempo es irrecuperable, y solo se renueva. Lo hallas intacto, dispuesto a reemplazar sitios pasados, a cimentarse como una perversión.

De (Chango #100)

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